domingo, 31 de agosto de 2008

Las palabras y las cosas

Capítulo 1

LAS MENINAS


I
El pintor está ligeramente alejado del cuadro. Lanza una mirada sobre el modelo; quizá se trata de añadir un último toque, pero también puede ser que no se haya dado aún la primera pincelada. El brazo que sostiene el pincel está replegado sobre la izquierda, en dirección de la paleta; está, por un momento, inmóvil entre la tela y los colores. Esta mano hábil depende de la vista; y la vista, a su vez, descansa sobre el gesto suspendido. Entre la fina punta del pincel y el acero de la mirada, el espectáculo va a desplegar su volumen.


Pero no sin un sutil sistema de esquivos. Tomando un poco de distancia, el pintor está colocado al lado de la obra en la que trabaja. Es decir que, para el espectador que lo contempla ahora, está a la derecha de su cuadro que, a su vez, ocupa el extremo izquierdo. Con respecto a este mismo espectador, el cuadro está vuelto de espaldas; sólo puede percibirse el reverso con el inmenso bastidor que lo sostiene. En cambio, el pintor es perfectamente visible en toda su estatura; en todo caso no queda oculto por la alta tela que, quizá, va a absorberlo dentro de un momento, cuando, dando un paso hacia ella, vuelva a su trabajo; sin duda, en este instante aparece a los ojos del espectador, surgiendo de esta especie de enorme caja virtual que proyecta hacia atrás la superficie que está por pintar. Puede vérsele ahora, en un momento de detención, en el centro neutro de esta oscilación. Su talle oscuro, su rostro claro son medieros entre lo visible y l0 invisible: surgiendo de esta tela que se nos escapa, emerge ante nuestros ojos; pero cuando dé un paso hacia la derecha, ocultándose a nuestra mirada, se encontrará colocado justo frente a la tela que está pintando; entrará en esta región en la que su cuadro, descuidado por un instante, va a hacerse visible para él sin sombras ni reticencias. Como si el pintor no pudiera ser visto a la vez sobre el cuadro en el que se le representa y ver aquel en el que se ocupa de representar algo. Reina en el umbral de estas dos visibilidades incompatibles.

El pintor contempla, el rostro ligeramente vuelto y la cabeza inclinada hacia el hombro. Fija un punto invisible, pero que nosotros, los espectadores, nos podemos asignar fácilmente ya que este punto somos nosotros mismos: nuestro cuerpo, nuestro rostro, nuestros ojos. Así, pues, el espectáculo que él contempla es dos veces invisible; porque no está representado en el espacio del cuadro y porque se sitúa justo en este punto ciego, en este recuadro esencial en el que nuestra mirada se sustrae a nosotros mismos en el momento en que la vemos. y sin embargo, ¿cómo podríamos evitar ver esta invisibilidad que está bajo nuestros ojos, ya que tiene en el cuadro mismo su equivalente sensible, su figura sellada? En efecto, podría adivinarse lo que el pintor ve, si fuera posible lanzar una mirada sobre la tela en la que trabaja; pero de ésta sólo se percibe la trama, los montantes en la línea horizontal y, en la vertical, el sostén oblicuo del caballete. El alto rectángulo monótono que ocupa toda la parte izquierda del cuadro real y que figura el revés de la tela representada, restituye, bajo las especies de una superficie, la invisibilidad en profundidad de lo que el artista contempla: este espacio en el que estamos, que somos. Desde los ojos del pintor hasta lo que ve, está trazada una línea imperiosa que no sabríamos evitar, nosotros, los que contemplamos: atraviesa el cuadro real y se reúne, delante de su superficie, en ese lugar desde el que vemos al pintor que nos observa; este punteado nos alcanza irremisiblemente y nos liga a la representación del cuadro.

En apariencia, este lugar es simple; es de pura reciprocidad: vemos un cuadro desde el cual, a su vez, nos contempla un pintor. No es sino un cara a cara, ojos que se sorprenden, miradas directas que, al cruzarse, se superponen. Y, sin embargo, esta sutil línea de visibilidad implica a su vez toda una compleja red de incertidumbres, de cambios y de esquivos. El pintor sólo dirige la mirada hacia nosotros en la medida en que nos encontramos en el lugar de su objeto. Nosotros, los espectadores, somos una añadidura. Acogidos bajo esta mirada, somos perseguidos por ella, remplazados por aquello que siempre ha estado ahí delante de nosotros: el modelo mismo. Pero, a la inversa, la mirada del pintor, dirigida más allá del cuadro al espacio que tiene enfrente, acepta tantos modelos cuantos espectadores surgen; en este lugar preciso, aunque indiferente, el contemplador y el contemplado se intercambian sin cesar. Ninguna mirada es estable o, mejor dicho, en el surco neutro de la mirada que traspasa perpendicularmente la tela, el sujeto y el objeto, el espectador y el modelo cambian su papel hasta el infinito. La gran tela vuelta de la extrema izquierda del cuadro cumple aquí su segunda función: obstinadamente invisible, impide que la relación de las miradas llegue nunca a localizarse ni a establecerse definitivamente. La fijeza opaca que hace reinar en un extremo convierte en algo siempre inestable el juego de metamorfosis que se establece en el centro entre el espectador y el modelo. Por el hecho de que no vemos más que este revés, no sabemos quiénes somos ni lo que hacemos. ¿Vemos o nos ven? En realidad el pintor fija un lugar que no cesa de cambiar de un momento a otro: cambia de contenido, de forma, de rostro, de identidad. Pero la inmovilidad atenta de sus ojos nos hace volver a otra dirección que ya han seguido con frecuencia y que, muy pronto, sin duda alguna, seguirán de nuevo: la de la tela inmóvil sobre la cual pinta, o quizá se ha pintado ya hace tiempo y para siempre, un retrato que jamás se borrará. Tanto que la mirada soberana del pintor impone un triángulo virtual, que define en su recorrido este cuadro de un cuadro: en la cima -único punto visible- los ojos del artista; en la base, a un lado, el sitio invisible del modelo, y del otro, la figura probablemente esbozada sobre la tela vuelta.

En el momento en que colocan al espectador en el campo de su visión, los ojos del pintor lo apresan, lo obligan a entrar en el cuadro, le asignan un lugar a la vez privilegiado y obligatorio, le toman su especie luminosa y visible y la proyectan sobre la superficie inaccesible de la tela vuelta. Ve que su invisibilidad se vuelve visible para el pintor y es traspuesta a una imagen definitivamente invisible para él mismo. Sorpresa que se multiplica y se hace a la vez más inevitable aún por un lazo marginal. En la extrema derecha, el cuadro recibe su luz de una ventana representada de acuerdo con una perspectiva muy corta; no se ve más que el marco; si bien el flujo de luz que derrama baña a la vez, con una misma generosidad, dos espacios vecinos, entrecruzados, pero irreductibles: la superficie de la tela, con el volumen que ella representa ( es decir, el estudio del pintor o el salón en el que ha instalado su caballete) y, delante de esta superficie, el volumen real que ocupa el espectador ( o aun el sitio irreal del modelo) .Al recorrer la pieza de derecha a izquierda, la amplia luz dorada lleva a la vez al espectador hacia el pintor y al modelo hacia la tela; es ella también la que, al iluminar al pintor, lo hace visible para el espectador, y hace brillar como otras tantas líneas de oro a los ojos del modelo el marco de la tela enigmática en la que su imagen, trasladada, va a quedar encerrada. Esta ventana extrema, parcial, apenas indicada, libera una luz completa y mixta que sirve de lugar común a la representación. Equilibra, al otro extremo del cuadro. la tela invisible: así como ésta, dando la espalda a los espectadores, se repliega contra el cuadro que la representa y forma, por la superposición de su revés, visible sobre la superficie del cuadro portador, el lugar -inaccesible para nosotros- donde cabrillea la Imagen por excelencia, así también la ventana, pura abertura, instaura un espacio tan abierto como el otro cerrado; tan común para el pintor, para los personajes, para los modelos, para el espectador, cuanto el otro es solitario (ya que nadie lo mira, ni aun el pintor) .Por la derecha, se derrama por una ventana invisible el volumen puro de una luz que hace visible toda la representación: a la izquierda, se extiende, al otro lado de su muy visible trama, la superficie que esquiva la representación que porta. La luz, al inundar la escena (quiero decir, tanto la pieza como la tela, la pieza representada sobre la tela y la pieza en la que se halla colocada la tela) , envuelve a los personajes ya los espectadores y los lleva, bajo la mirada del pintor, hacia el lugar en el que los va a representar su pincel. Pero este lugar nos es hurtado. Nos vemos vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos hace verlo. Y en el momento en que vamos a apresarnos transcritos por su mano, como en un espejo, no podemos ver de éste más que el revés mate. El otro lado de una psique.

Ahora bien, exactamente enfrente de los espectadores -de nosotros mismos- sobre el muro que constituye el fondo de la pieza, el autor ha representado una serie de cuadros; y he allí que entre todas estas telas colgadas hay una que brilla con un resplandor singular. Su marco es más grande, más oscuro que el de las otras; sin embargo, una fina línea blanca lo dobla hacia el interior, difundiendo sobre toda su superficie una claridad difícil de determinar; pues no viene de parte alguna, sino de un espacio que le sería interior. En esta extraña claridad aparecen dos siluetas y sobre ellas, un poco más atrás, una pesada cortina púrpura. Los otros cuadros sólo dejan ver algunas manchas más pálidas en el límite de una oscuridad sin profundidad. Éste, por el contrario, se abre a un espacio en retroceso donde formas reconocibles se escalonan dentro de una claridad que sólo a ellas pertenece. Entre todos estos elementos, destinados a ofrecer representaciones, pero que las impugnan, las hurtan, las esquivan por su posición o su distancia, sólo éste funciona con toda honradez y deja ver lo que debe mostrar. A pesar de su alejamiento, a pesar de la sombra que lo rodea. Pero es que no se trata de un cuadro: es un espejo. En fin, ofrece este encanto del doble que rehúsan tanto las pinturas alejadas cuanto esa luz del primer plano con la tela irónica.

De todas las representaciones que representa el cuadro, es la única visible; pero nadie la ve. De pie al lado de su tela, con la atención fija en su modelo, el pintor no puede ver este espejo que brilla tan dulcemente detrás de él. Los otros personajes del cuadro están, en su mayor parte, vueltos hacia lo que debe pasar delante -hacia la clara invisibilidad que bordea la tela, hacia ese balcón de luz donde sus miradas ven a quienes les ven, y no hacia esa cavidad sombría en la que se cierra la habitación donde están representados. Es verdad que algunas cabezas se ofrecen de perfil: pero ninguna de ellas está lo suficientemente vuelta para ver, al fondo de la pieza, este espejo desolado, pequeño rectángulo reluciente, que sólo es visibilidad, pero sin ninguna mirada que pueda apoderarse de ella, hacerla actual y gozar del fruto, maduro de pronto, de su espectáculo.

Hay que reconocer que esta indiferencia encuentra su igual en la suya. No refleja nada, en efecto, de todo lo que se encuentra en el mismo espacio que él: ni al pintor que le vuelve la espalda, ni a los personajes del centro de la habitación. En su clara profundidad, no ve lo visible. En la pintura holandesa, era tradicional que los espejos representaran un papel de reduplicación: repetían lo que se daba una primera vez en el cuadro, pero en el interior de un espacio irreal, modificado, encogido, curvado. Se veía en él lo mismo que, en primera instancia, en el cuadro, si bien descompuesto y recompuesto según una ley diferente. Aquí, el espejo no dice nada de lo que ya se ha dicho. Sin embargo, su posición es poco más o menos central: su borde superior está exactamente sobre la línea que parte en dos la altura del cuadro, ocupa sobre el muro del fondo una posición media (cuando menos en la parte del muro que vemos); así, pues, debería ser atravesado por las mismas líneas perspectivas que el cuadro mismo; podría esperarse que en él se dispusieran un mismo estudio, un mismo pintor, una misma tela según un espacio idéntico; podría ser el doble perfecto.

Ahora bien, no hace ver nada de lo que el cuadro mismo representa. Su mirada inmóvil va a apresar lo que está delante del cuadro, en esta región necesariamente invisible que forma la cara exterior, los personajes que ahí están dispuestos. En vez de volverse hacia los objetos visibles, este espejo atraviesa todo el campo de la representación, desentendiéndose de lo que ahí pudiera captar, y restituye la visibilidad a lo que permanece más allá de toda mirada. Sin embargo, esta invisibilidad que supera no es la de lo oculto: no muestra el contorno de un obstáculo, no se desvía de la perspectiva, se dirige a lo que es invisible tanto por la estructura del cuadro como por su existencia como pintura. Lo que se refleja en él es lo que todos los personajes de la tela están por ver, si dirigen la mirada de frente: es, pues, lo que se podría ver si la tela se prolongara hacia adelante, descendiendo más abajo, hasta encerrar a los personajes que sirven de modelo al pintor. Pero es también, por el hecho de que la tela se detenga ahí, mostrando al pintor ya su estudio, lo que es exterior al cuadro, en la medida en que es un cuadro, es decir, un fragmento rectangular de líneas y de colores encargado de representar algo a los ojos de todo posible espectador. Al fondo de la habitación, ignorado por todos, el espejo inesperado hace resplandecer las figuras que mira el pintor ( el pintor en su realidad representada, objetiva, de pintor en su trabajo); pero también a las figuras que ven al pintor ( en esta realidad material que las líneas y los colores han depositado sobre la tela) .Estas dos figuras son igualmente inaccesibles la una que la otra, aunque de manera diferente: la primera por un efecto de composición propio del cuadro; la segunda por la ley que preside la existencia misma de todo cuadro en general. Aquí el juego de la representación consiste en poner la una en lugar de la otra, en una superposición inestable, a estas dos formas de invisibilidad -y en restituirlas también al otro extremo del cuadro- a ese polo que es el representado más alto: el de una profundidad de reflejo en el hueco de una profundidad del cuadro. El espejo asegura una metátesis de la visibilidad que hiere a la vez al espacio representado en el cuadro ya su naturaleza de representación; permite ver, en el centro de la tela, lo que por el cuadro es dos veces necesariamente invisible.

Extraña manera de aplicar, al pie de la letra, pero dándole vuelta, el consejo que el viejo Pacheco dio, al parecer, a su alumno cuando éste trabajaba en el estudio de Sevilla: "La imagen debe salir del cuadro".


II

Pero quizá ya es tiempo de dar nombre a esta imagen que aparece en el fondo del espejo y que el pintor contempla delante del cuadro. Quizá sea mejor fijar de una buena vez la identidad de los personajes presentes o indicados, para no complicarnos al infinito entre estas designaciones flotantes, un poco abstractas, siempre susceptibles de equívocos y de desdoblamientos: "el pintor", "los personajes", "los modelos", "los espectadores", "las imágenes". En vez de seguir sin cesar un lenguaje fatalmente inadecuado a lo visible, bastará con decir que Velázquez ha compuesto un cuadro; que en este cuadro se ha representado a sí mismo, en su estudio, o en un salón del Escorial, mientras pinta dos personajes que la infanta Margarita viene a ver, rodeada de dueñas, de meninas, de cortesanos y de enanos; que a este grupo pueden atribuírsele nombres muy precisos: la tradición reconoce aquí a doña María Agustina Sarmiento, allá a Nieto, en el primer plano a Nicolaso Pertusato, el bufón italiano. Bastará con añadir que los dos personajes que sirven de modelos al pintor no son visibles cuando menos directamente, pero se les puede percibir en un espejo; y que se trata, a no dudar, del rey Felipe IV y de su esposa Mariana.

Estos nombres propios serán útiles referencias, evitaran las designaciones ambiguas; en todo caso, nos dirán qué es lo que ve el pintor y, con él, la mayor parte de los personajes del cuadro. Pero la relación del lenguaje con la pintura es una relación infinita. No porque la palabra sea imperfecta y, frente a lo visible, tenga un déficit que se empeñe en vano por recuperar. Son irreductibles uno a otra: por bien que se diga lo que se ha visto, lo visto no reside jamás en lo que se dice, y por bien que se quiera hacer ver, por medio de imágenes, de metáforas, de comparaciones, lo que se está diciendo, el lugar en el que ellas resplandecen no es el que despliega la vista, sino el que definen las sucesiones de la sintaxis. Ahora bien, en este juego, el nombre propio no es más que un artificio: permite señalar con el dedo, es decir, pasar subrepticiamente del espacio del que se habla al espacio que se contempla, es decir, encerrarlos uno en otro con toda comodidad, como si fueran mutuamente adecuados. Pero si se quiere mantener abierta la relación entre el lenguaje y lo visible, si se quiere hablar no en contra de su incompatibilidad sino a partir de ella, de tal modo que se quede lo más cerca posible del uno y del otro, es necesario borrar los nombres propios y mantenerse en lo infinito de la tarea. Quizá por mediación de .este lenguaje gris, anónimo, siempre meticuloso y repetitivo por ser demasiado amplio, encenderá la pintura, poco a poco, sus luces.

Así, pues, será necesario pretender que no sabemos quién se refleja en el fondo del espejo, e interrogar este reflejo al nivel mismo de su existencia.

Por lo pronto, se trata del revés de la gran tela representada a la izquierda. El revés o, mejor dicho, el derecho ya que muestra de frente lo que ésta oculta por su posición. Además, se opone a la ventana y la refuerza. Al igual que ella, es un lugar común en el cuadro y en lo que éste tiene de exterior. Pero la ventana opera por el movimiento continuo de una efusión que, de derecha a izquierda, reúne a los personajes atentos, al pintor, al cuadro, con el espectáculo que contemplan; el espejo, por un movimiento violento, instantáneo, de pura sorpresa, va a buscar delante del cuadro lo que se contempla, pero que no es visible, para hacerlo visible, en el término de la profundidad ficticia, si bien sigue indiferente a todas las miradas. El punteado imperioso que se traza entre el reflejo y lo que refleja, corta perpendicularmente el flujo lateral de luz. Por último -se trata de la tercera función de este espejo-, está junto a una puerta que se abre, como él, en el muro del fondo. Recorta así un rectángulo claro cuya luz mate no se expande por el cuarto. No sería sino un aplanamiento dorado si no estuviera ahuecado hacia el exterior, por un batiente tallado, la curva de una cortina y .la sombra de varios escalones. Allí empieza un corredor; pero en vez de perderse en la oscuridad, se disipa en un estallido amarillo en el que la luz, sin entrar, se arremolina y reposa en sí misma. Sobre este fondo, a la vez cercano y sin límites, un hombre destaca su alta, silueta; está visto de perfil; en una mano sostiene el peso de una colgadura; sus pies están colocados en dos escalones diferentes; tiene una rodilla flexionada. Quizá va a entrar en el cuarto; quizá se limita a observar lo que pasa en el interior, satisfecho de ver sin ser visto. Lo mismo que el espejo, fija el envés de la escena: y no menos que al espejo, nadie le presta atención. No se sabe de dónde viene; se puede suponer que, siguiendo los inciertos corredores, ha llegado: al cuarto en el que están reunidos los personajes y donde trabaja el pintor; pudiera ser que él también estuviera, hace un momento, en: la parte delantera de la escena, en la región invisible que contemplan todos los ojos del cuadro. Lo mismo que las imágenes que se perciben en el fondo del espejo, sería posible que él fuera un emisario de este espacio evidente y oculto. Hay, sin embargo, una diferencia: él está allí en carne y hueso; surge de fuera, en el umbral del aire representado; es indudable -no un reflejo probable, sino una irrupción. El espejo, al hacer ver, más allá de los muros del estudio, lo que sucede ante el cuadro, hace oscilar, en su dimensión sagital, el interior y el exterior. Con un pie sobre el escalón y el cuerpo por completo de perfil, el visitante ambiguo entra y sale a la vez, en un balanceo inmóvil. Repite en su lugar, si bien en la realidad sombría de su cuerpo, el movimiento instantáneo de las imágenes que atraviesan la habitación, penetran en el espejo, reflejándose en él y surgen de nuevo como especies visibles, nuevas e idénticas. Pálidas, minúsculas, las siluetas del espejo son recusadas por la alta y sólida estatura del hombre que surge en el marco de la puerta.

Pero es necesario descender de nuevo del fondo del cuadro y pasar a la parte anterior de la escena; es necesario abandonar este contorno cuya voluta acaba de recorrerse. Si partimos de la mirada del pintor que, a la izquierda, constituye una especie de centro desplazado, se percibe en seguida el revés de la tela, después los cuadros expuestos, con el espejo en el centro, más allá la puerta abierta, nuevos cuadros, cuya perspectiva, muy aguda, no permite ver sino el espesor de los marcos, por último, a la extrema derecha, la ventana o, mejor dicho, la abertura por la que se derrama la luz. Esta concha en forma de hélice ofrece todo el ciclo de la representación: la mirada, la paleta y el pincel, la tela limpia de señales (son los instrumentos materiales de la representación) , los cuadros, los reflejos, el hombre real (la representación acabada, pero libre al parecer de los contenidos ilusorios o verdaderos que se le yuxtaponen ); después la representación se anula: no se ve más que los cuadros y esta luz que los baña desde el exterior y que éstos, a su vez, deberían reconstituir en su especie propia como si viniera de otra parte, atravesando sus marcos de madera oscura. Y, en efecto, se ve esta luz sobre el cuadro que parece surgir en el intersticio del marco; y de ahí alcanza la frente, las mejillas, los ojos, la mirada del pintor que tiene en una mano la paleta y en la otra el extremo del pincel... De esta manera se cierra la voluta o, mejor dicho, por obra de esta luz, se abre.

Esta abertura no es, como la del fondo, una puerta que se ha abierto; es el largo mismo del cuadro y las miradas que allí ocurren no son las de un visitante lejano. El friso que ocupa el primer y el segundo plano del cuadro representa -si incluimos al pintor- ocho personajes. De ellos, cinco miran la perpendicular del cuadro, con la cabeza más o menos inclinada, vuelta o ladeada. El centro del grupo es ocupado por la pequeña infanta, con su amplio vestido gris y rosa. La princesa vuelve la cabeza hacia la derecha del cuadro, en tanto que su torso y el guardainfante del vestido van ligeramente hacia la izquierda; pero la mirada se dirige rectamente en dirección del espectador que se encuentra de cara al cuadro. Una línea media que dividiera al cuadro en dos secciones iguales, pasaría entre los ojos de la niña. Su rostro está a un tercio de la altura total del cuadro. Tanto que, a no dudarlo, reside allí el tema principal de la composición; el objeto mismo de esta pintura. Como para probarlo y subrayarlo aún más, el autor ha recurrido a una figura tradicional: a un lado del personaje central, ha colocado otro, de rodillas, que lo contempla. Como un donante en oración, como el Ángel que saluda a la Virgen, una doncella, de rodillas, tiende las manos hacia la princesa. Su rostro se recorta en un perfil perfecto. Está a la altura del de la niña. La dueña mira a la princesa y sólo a ella. Un poco más a la derecha, otra menina, vuelta también hacia la infanta, ligeramente inclinada sobre ella, dirige empero los ojos hacia adelante, al punto al que ya miran el pintor y la princesa. Por último dos grupos de dos personajes cada uno: el primero, retirado, el otro, formado por enanos, en el primer plano. En cada una de estas parejas, un personaje ve de frente y el otro a la derecha o a la izquierda. Por su posición y por su talla, estos dos grupos se corresponden y forman un duplicado: atrás, los cortesanos (la mujer, a la izquierda, ve hacia la derecha); adelante, los enanos (el niño que está en la extrema derecha ve hacia el interior del cuadro). Este conjunto de personajes, así dispuesto, puede formar, según que se preste atención al cuadro o al centro de referencia que se haya elegido, dos figuras. La primera sería una gran X; en el punto superior izquierdo estaría la mirada del pintor, ya la derecha, la del cortesano; en la punta inferior, del lado izquierdo, estaría la esquina de la tela representada del revés ( más exactamente, el pie del caballete); al lado derecho, el enano ( con el zapato sobre el lomo del perro). En el cruce de estas dos líneas, en el centro de la X, estaría la mirada de la infanta. La otra figura sería más bien una amplia curva: sus dos límites estarían determinados por el pintor, a la izquierda, y el cortesano de la derecha -extremidades altas y distantes-; la concavidad, mucho más cercana, coincidiría con el rostro de la princesa y con la mirada que la dueña le dirige. Esta línea traza un tazón que, a la vez, encierra y separa, en el centro del cuadro, la colocación del espejo.

Así, pues, hay dos centros que pueden organizar el cuadro, según que la atención del espectador revolotee y se detenga aquí o allá. La princesa está de pie en el centro de una cruz de San Andrés que gira en torno a ella, con el torbellino de los cortesanos, las meninas, los animales y los bufones. Pero este eje está congelado. Congelado por un espectáculo que sería absolutamente invisible si sus mismos personajes, repentinamente inmóviles, no ofrecieran, como en la concavidad de una copa, la posibilidad de ver en el fondo del espejo el imprevisto doble de su contemplación. En el sentido de la profundidad, la princesa está superpuesta al espejo; en el de la altura, es el reflejo el que está superpuesto al rostro. Pero la perspectiva los hace vecinos uno del otro. Así, pues, de cada uno de ellos sale una línea inevitable; la nacida del espejo atraviesa todo el espesor representado (y hasta algo más, ya que el espejo horada el muro del fondo y hace nacer, tras él, otro espacio); la otra es más corta; viene de la mirada de la niña y sólo atraviesa el primer plano. Estas dos líneas sagitales son convergentes, de acuerdo con un ángulo muy agudo, y su punto de encuentro, saliendo de la tela, se fija ante el cuadro, más o menos en el lugar en el que nosotros lo vemos. Es un punto dudoso, ya que no lo vemos; punto inevitable y perfectamente definido, sin embargo, ya que está prescrito por las dos figuras maestras y confirmado además por otros punteados adyacentes que nacen del cuadro y escapan también de él.

En última instancia, ¿qué hay en este lugar perfectamente inaccesible, ya que está fuera del cuadro, pero exigido por todas las líneas de su composición? ¿Cuál es el espectáculo, cuáles son los rostros que se reflejan primero en las pupilas de la infanta, después en las de los cortesanos y el pintor y, por último, en la lejana claridad del espejo? Pero también la pregunta se desdobla: el rostro que refleja el espejo y también el que lo contempla; lo que ven todos los personajes del cuadro, son también los personajes a cuyos ojos se ofrecen como una escena que contemplar. El cuadro en su totalidad ve una escena para la cual él es a su vez una escena. Reciprocidad pura que manifiesta el espejo que ve y es visto y cuyos dos momentos se desatan en los dos ángulos del cuadro: a la izquierda, la tela vuelta, por la cual el punto exterior se convierte en espectáculo puro; a la derecha, el perro echado, único elemento del cuadro que no ve ni se mueve; porque no está hecho, con sus grandes relieves y la luz que juega sobre su piel sedosa, sino para ser objeto que ver.

Una primera ojeada al cuadro nos ha hecho saber de qué está hecho este espectáculo a la vista. Son los soberanos. Se les adivina ya en la mirada respetuosa de la asistencia, en el asombro de la niña y los enanos. Se les reconoce, en el extremo del cuadro, en las dos pequeñas siluetas que el espejo refleja. En medio de todos estos rostros atentos, de todos estos cuerpos engalanados, son la más pálida, la más irreal, la más comprometida de todas las imágenes: un movimiento, un poco de luz bastaría para hacerlos desvanecerse. De todos estos personajes representados, son también los más descuidados, porque nadie presta atención a ese reflejo que se desliza detrás de todo el mundo y se introduce silenciosamente por un espacio insospechado; en la medida en que son visibles, son la forma más frágil y más alejada de toda, realidad. A la inversa, en la medida en que, residiendo fuera del cuadro, están retirados en una invisibilidad esencial, ordenan en torno suyo toda la representación; es a ellos a quienes se da la cara, es hacia ellos hacia donde se vuelve, es a sus ojos a los que se presenta la princesa con su traje de fiesta; de la tela vuelta a la infanta y de ésta al enano que juega en la extrema derecha, se traza una curva ( o, mejor dicho, se abre la rama inferior de la X) para ordenar a su vista toda la disposición del cuadro y hacer aparecer así el verdadero centro de la composición, al que están sometidos en última instancia la mirada de la niña y la imagen del espejo.

Este centro es, en la anécdota, simbólicamente soberano ya que está ocupado por el rey Felipe IV y su esposa. Pero, sobre todo, lo es por la triple función que ocupa en relación con el cuadro. En él vienen a superponerse con toda exactitud la mirada del modelo en el momento en que se la pinta, la del espectador que contempla la escena y la del pintor en el momento en que compone su cuadro (no el representado, sino el que está delante de nosotros y del cual hablamos). Estas tres funciones "de vista" se confunden en un punto exterior al cuadro: es decir, ideal en relación con lo representado, pero perfectamente real ya que a partir de él se hace posible la representación. En esta realidad misma, no puede ser en modo alguno invisible. Y, sin embargo, esta realidad es proyectada al interior del cuadro -proyectada y difractada en tres figuras que corresponden a las tres funciones de este punto ideal y real. Son: a la izquierda, el pintor con su paleta en la mano (autorretrato del autor del cuadro) ; a la derecha el visitante, con un pie en el escalón, dispuesto a entrar en la habitación; toma al revés toda la escena, pero ve de frente a la pareja real, que es el espectáculo mismo; por fin, en el centro, el reflejo del rey y de la reina, engalanados, inmóviles, en la actitud de modelos pacientes.

Reflejo que muestra ingenuamente, y en la sombra, lo que todo el mundo contempla en el primer plano. Restituye, como por un encantamiento, lo que falta a esta vista: a la del pintor, el modelo que recopia allá abajo sobre el cuadro su doble representado; a la del rey, su retrato que se realiza sobre el verso de la tela y que él no puede percibir desde su lugar; a la del espectador, el centro real de la escena, cuyo lugar ha tomado como por fractura. Bien puede ser que esta generosidad del espejo se-a ficticia; quizá oculta tanto como manifiesta o más aún. El lugar donde domina el rey con su esposa es también el del artista y el espectador: en el fondo del espejo podría aparecer -debería aparecer-el rostro anónimo del que pasa y el de Velázquez. Porque la función de este reflejo es atraer al interior del cuadro lo que le es íntimamente extraño: la mirada que lo ha ordenado y aquella para la cual se despliega. Pero, por estar presentes en el cuadro, a derecha e izquierda, el artista y el visitante no pueden alojarse en el espejo: así como el rey aparece en el fondo del espejo en la medida misma en que no pertenece al cuadro.

En la gran voluta que recorre el perímetro del estudio, desde la mirada del pintor, con la paleta y la mano detenidas, hasta los cuadros terminados, nace la representación, se cumple para deshacerse de nuevo en la luz; el ciclo es perfecto. Por el contrario, las líneas que atraviesan la profundidad del cuadro están incompletas; falta a todas ellas una parte de su trayecto. Esta laguna se debe a la ausencia del rey -ausencia que es un artificio del pintor. Pero este artificio recubre y señala un vacío inmediato: el del pintor y el espectador cuando miran o componen el cuadro. Quizá, en este cuadro como en toda representación en la que, por así decirlo, se manifieste una esencia, la invisibilidad profunda de lo que se ve es solidaria de la invisibilidad de quien ve -a pesar de los espejos, de los reflejos, de las imitaciones, de los retratos. En torno a la escena se han depositado los signos y las formas sucesivas de la representación; pero la doble relación de la representación con su modelo y con su soberano, con su autor como aquel a quien se hace la ofrenda, tal representación se interrumpe necesariamente. Jamás puede estar presente sin residuos, aunque sea en una representación que se dará a sí misma como espectáculo. En la profundidad que atraviesa la tela, forma una concavidad ficticia y la proyecta ante sí misma, no es posible que la felicidad pura de la imagen ofrezca jamás a plena luz al maestro que representa y al soberano al que se representa.

Quizá haya, en este cuadro de Velázquez, una representación de la representación clásica y la definición del espacio que ella abre. En efecto, intenta representar todos sus elementos, con sus imágenes, las miradas a las que se ofrece, los rostros que hace visibles, los gestos que la hacen nacer. Pero allí, en esta dispersión que aquélla recoge y despliega en conjunto, se señala imperiosamente, por doquier, un vacío esencial: la desaparición necesaria de lo que la fundamenta -de aquel a quien se asemeja y de aquel a cuyos ojos no es sino semejanza. Este sujeto mismo -que es el mismo- ha sido suprimido. Y libre al fin de esta relación que la encadenaba, la representación puede darse como pura representación.


(*) Michel Foucault. Nació el 15 de octubre de 1926 en Poitiers en el seno de una familia de médicos. Cursó estudios de filosofía occidental y psicología en la École Normale Supérieure de París. Se graduó presentando una tesis sobre historia de la locura en la época clásica que se publicó en 1962. En los años 60, dirigió los departamentos de filosofía de las Universidades de Clermont-Ferrand y Vincennes. Participó junto con los estudiantes en las protestas y manifestaciones de mayo del 68 y, posteriormente, formó parte de una comisión para la defensa de la vida y de los derechos de los inmigrantes. En el año 1970 fue profesor de Historia de los Sistemas de Pensamiento. Las principales influencias en su pensamiento fueron los filósofos alemanes Friedrich Nietzsche y Martin Heidegger. Como filósofo se adscribe al estructuralismo. Sus estudios pusieron en tela de juicio la influencia del filósofo político alemán Karl Marx y del psicoanalista austriaco Sigmund Freud. Su pensamiento se desarrolló en tres etapas, la primera, en Locura y civilización (1960), que escribió mientras era lector en la Universidad de Uppsala, en Suecia, estudia, a través de la modificación del concepto de “locura” y de la oposición entre razón y locura que se establece a partir del siglo XVII, la necesidad que tienen todas las culturas de definir lo que las limita, es decir, lo que queda fuera de ellas mismas. En su segunda etapa escribió Las palabras y las cosas (1966), que lleva como subtítulo Arqueología de las ciencias humanas, y donde dice que todas las ciencias que tienen como objeto el ser humano son producto de mutaciones históricas que reorganizan el saber anterior, recreando un conjunto epistemológico que define en todos los dominios los límites y las condiciones de su desarrollo. Su última etapa empezó con la publicación de Vigilar y castigar, en 1975, donde se preguntaba si el encarcelamiento es un castigo más humano que la tortura, pero se ocupa más de la forma en que la sociedad ordena y controla a los individuos adiestrando sus cuerpos. En sus libros, Historia de la sexualidad, Volumen I: Introducción (1976), El uso del placer (1984) y La preocupación de sí mismo (1984), rastrea las etapas por las que la gente ha llegado a comprenderse a sí misma en las sociedades occidentales como seres sexuales, y relaciona el concepto sexual que cada uno tiene de sí mismo con la vida moral y ética del individuo. Falleció el 25 de junio de 1984 en París.

teorico XV - La puesta en escena de la mirada


Video "Velázquez: El pintor de los pintores" ( 1991)


La transformación del dispositivo de la subjetividad hacia el Siglo XVII implico un nuevo orden de representación que se anuncia a través de rupturas en diferentes Manifestaciones simbólicas en las que percibimos un nuevo modo de ver. El video que presentamos a través de un pintor, Diego Velázquez, nos muestra como la percepción renacentista del espacio entra en crisis.
En "Las palabras y las cosas" Foucault considera que el cuadro "Las Meninas" (1656) de Velásquez inaugura una cuestión esencial en la Modernidad: un orden de representación configurado por: a) el criterio de similitud y diferencias b) el vinculo con lo no ordenado, “lo otro” y c) el hecho de que estas relaciones sólo pueden ser enunciadas por el lenguaje.
A partir del análisis del cuadro de Velásquez “Las Meninas, Michel Foucault se plantea la relación infinita, que se abre entre la pintura y el lenguaje, entre el lenguaje y lo visible, en la que uno es irreductible al otro. Las razones de esta apertura, no se deben al hecho de que la palabra sea imperfecta respecto de lo que informa de lo visible: “por bien que se diga lo que se ha visto, lo visto no reside jamás en lo que se dice” (1999,19)
No hay relación de adecuación entre la sintaxis de un enunciado y la porción de visible a la que pretende referir. Según Foucault en ese hiato que se abre entre el ver y el hablar, se descubre como un objeto propio del discurso, que no lo preexiste y que se bosqueja para volver a perderse. La palabra tiene la potencia de mostrar ocultando, lo que introduce la ilusión de qué podría sustituirse así misma, indefinidamente.
Foucault no habla de dos campos perceptivos sino de una invisibilidad la de la mirada del sujeto que observa Es lo que muestra el truco de Velásquez en Las Meninas, el vacío esencial del sujeto que ha sido suprimido, episteme de la representación moderna.
En el cuadro, ninguna mirada se cruza (todas están perdidas en puntos diferentes) y como tampoco sabemos que pinta Velásquez, y si finalmente, son los Reyes los que miran o son mirados, es tentador concluir que lo que se nos escapa es "el deseo del otro" ¿que desea el otro? ¿Que quiere el otro? Entramos en nuevos espacios de la subjetividad y la representación. Foucault va más lejos cuando afirma que la mirada del espectador completa el cuadro. La mirada del otro restituye lo que somos. Restituye, como por un encantamiento, lo que falta a esa vista. En esta obra concluye Foucault, se ve casi imperiosamente y por todos lados (por todos los huequitos) la desaparición necesaria de lo que la fundamenta: el sujeto (el que da nombre a las cosas). Y libre de la relación que la encadenaba (a significados fijos, dogmáticos y autoritarios) la representación puede darse como pura representación. Duplicidad que anuncia “el pliegue” barroco donde la subjetividad es intersticial frente al oculocentrismo renacentista que gobernaba desde la perspectiva lineal la representación (ese vacío es negado por la multiplicidad de cuerpos de la escena función operatoria que para Deleuze es fundante de lo barroco)

domingo, 24 de agosto de 2008

TEORICO X IV- LA TEMPESTAD: documento de civilización, documento de Barbarie

CALIBÁN-Me enseñaste a hablar, y mi provecho es que sé maldecir. ¡La peste roja te lleve por enseñarme tu lengua! La tempestad



La crisis religiosa que comienza a gestarse con el protestantismo entre los Siglos XIV y XV pone en cuestión el ideal de armonía renacentista. Es cierto que antes de producirse la escisión luterana y tras ella la reacción católica, se ha adelantado ya el fenómeno manierista. Sin embargo, hay que tener en cuenta que previamente a la escisión nórdica, surgen en los mismos países católicos conatos de reforma, como el erasmismo y otras corrientes espirituales, con afinidades luteranas por lo que respecta a una acerba crítica de instituciones y prácticas religiosas, y una exigencia de retorno a las fuentes más puras de la vida espiritual. Ello habría tenido un impacto inmediato en una visión menos serena del mundo en algunos artistas, reforzando la exacerbación expresiva general del manierismo. Más adelante, la Iglesia católica oficial habría reaccionado, en Trento, contra esta misma tendencia hipersensibilizada, imponiendo el retorno a un arte más puritano, preciso y sin complicaciones. Esta etapa tardía del manierismo sería la llamada trentina, inmediatamente antecesora del barroco La tempestad (The Tempest) es una obra de teatro de William Shakespeare (1564-1616),. Fue representada por primera vez el 1 de noviembre de 1611 en el Palacio de Whitehall de Londres. La tempestad pertenece al conjunto de Romances tardíos de Shakespeare. Esta obra se escribió cuando comenzó la colonización británica de norteamérica. Esto se observa constantemente en la obra. Una de sus lecturas críticas observa a Calibán como el amerindio colonizado y esclavizado. Aquel a quien privan de sus tierras y le imponen una lengua extraña. Es este paralelismo que sugiere dicho personaje el que provoca muy distintas reacciones en la audiencia, dependiendo de la época en que se ha interpretado. Si bien, hoy en día, la audiencia tiende a simpatizar con Calibán, por el maltrato injusto que padece; es muy difícil que le ocurriese lo mismo a la audiencia que tuvo Shakespeare en su tiempo. Entonces los ingleses tenían una imagen muy distinta de los pueblos precolombinos, se los consideraba como salvajes primitivos, poco más que animales. El drama del sujeto moderno queda en la escena como el enfrentamiento entre Calibán, la barbarie y Próspero, la civilización; una sociedad amenazada por el otro. El descentramiento que encontramos en la representación artística obra en la obra de Shakespeare su dimensión política es una amenaza al poder establecido que proviene desde afuera del poder. Se rompe el equilibrio típicamente renacentista, de la misma manera que, en el ámbito de la ciencia, Kepler rompe la imagen cosmológica de un universo con un núcleo central. En 1991 el director de cine inglés Peter Greenaway, realizó esta adaptación libre del clásico de William Shackspeare "La Tempestad"; la película se llama Prospero´s Book .Focaliza el relato en Próspero, el noble caído en desgracia. Dedicado a una tarea menos estresante que la de defenderse de las traiciones palaciegas, Próspero, "escribe" un libro que contenga "todo" lo que existe en el mundo. La representación visual de tamaño emprendimiento es lo que intenta mostrar el director británico. El dispositivo "inventario" es, en toda la poética discursiva de Greenaway, de máxima importancia ya que sintetiza en un sólo signo, el control y la instancia matematizante del fluir artístico. Greenaway, mantuvo lo discursivo de shakespeare, pero visualmente se alejó de él en la simbología representativa. En la película: vemos una escritura “en proceso” sobre la pantalla en la que la pluma cobra vida y hace nacer, crea la obra. Alegoría que recobra peso sustantivo al inscribirse dentro del marco teórico propio de Walter Benjamin, en tanto “esquema de todas las metamorfosis”, tal como surge en Origen del drama barroco alemán y, luego, en Tesis de filosofía de la historia. Perspectiva que permite situar el contexto de producción de ambas obras y de tal modo disponerlas a la contrastación dialéctica allí donde la alegoría figura como un “modo de expresión adoptado en épocas de crisis en la que el sentido de la caducidad es fuertemente experimentado”. Sin estas herramientas se torna farragoso ahondar en la sutileza tanto de Shakespeare como de Greenaway, sin ir más lejos en el ámbito donde comparten (uno con parlamentos y acciones, el otro con imágenes y textos) el sistema de representaciones de comienzos del siglo XVI en el que el universo quedaba instalado en la tripartición del mundo elemental de la naturaleza, el celeste de las estrellas y el supraceleste de los espíritus y ángeles. Compatibilizar tamañas visiones, desarrollarlas y facilitar una disección minuciosa de sus componentes constituye un esfuerzo de sistematicidad que politiza sin desmedro a la mismísima belleza.

domingo, 17 de agosto de 2008

TEORICO XIV-La belleza ideal, importancia del conocimiento y la experimentación


“ el pintor debe ser universal y amante de la soledad, debe considerar lo que mira y raciocinar consigo mismo, eligiendo las partes más excelentes de todas las cosas que ve, haciendo como espejo que se transmuta en tantos colores como se les ponen delante, y de esta manera parecerá una segunda naturaleza” Tratado de la pintura ,(1519) Leonardo Da Vinci
El ideal de belleza fundado en la armonía y la perfección se consagra en el Siglo XVI ( cinquecento ). Se alcanza la síntesis entre el mundo clásico y el cristianismo cuando Roma se transforma en un centro cultural. El papado se convierte en el gran mecenas de los artistas italianos. El Papa Nicolás V fue uno de los más grandes mecenas del Renacimiento y comitente de León Battista Alberti quien fue participe en los proyectos para reconstruir el Vaticano, el Papa consideraba que la pintura era capaz de hacer visible el poder divino, mostrando a las divinidades como hombres y mujeres reales y llenos de vida, mientras que la arquitectura presentaba obras para la eternidad donde las personalidades e instituciones gobernarían en el presente y los siglos venideros. Con sus edificios recuperó un imperio desaparecido y lo pobló con los cristianos poniendo al frente al Papa como nuevo Pontifex Maximums reconstruyendo la Iglesia de San Pedro con un mayor esplendor y porte clásico dándole la apariencia de un "Monumento Perpetuo" creado por la mano de Dios siendo una prueba eterna de que a los papas le correspondía tanto el poder terrenal en Roma así como las llaves del cielo y de la tierra entregadas por Cristo a Pedro, primer Papa fundador de la Iglesia. Así en el Renacimiento se legitimó la autoridad temporal y espiritual de la Iglesia. Se puede limitar la arquitectura papal a los siglos XI y XVI donde alcanza el papado su máximo poderío y estuvo enmarcado en los movimientos de reforma religiosa decisivos. Donde la iglesia intenta fortalecer y propagar la fe en una comunidad en crecimiento especialmente, en el vulgo y la población laica no perteneciente a la nobleza. Leon X, segundo hijo de Lorenzo il Magnifico, l asumio como papa en 1513 hasta 1521. En esta época tras la muerte de Bramante se destacará Rafael Santi como idealizador junto a Antonio Da Sangallo como su colaborador. Rafael como primer arquitecto de San Pedro en colaboración con Fra Giocondo -quien era un conocedor de la arquitectura de la Antigüedad- unidos a Antonio Da Sangallo - que manifiesta su inclinación por las ideas de Vitruvio, realizan un primer proyecto para San Pedro, la idea de Rafael consistía en una planta basilical con coro cerrado, a este ultimo, lo remodela y rodea al mismo, junto con los ábsides laterales, con deambulatorios armonizando así las naves laterales anteriormente en desequilibrio, y del coro, enmarcando así la cúpula central con cuatro cúpulas laterales. Su fachada fue planificada como un pórtico con columnas colosales, mientras que Antonio Da Sangallo por consejo de Fra Giocondo utiliza en la nave principal una única cúpula y posteriormente proyecta dos sobre el eje longitudinal a su largo. Después de debates entre ellos decidieron erigir en lugar del anterior pórtico planeado, otro de carácter colosal junto a uno dependiente de él que junto con el diseño del arco de triunfo de la loggia Dellla Benedizione le da un estilo de carácter imperial. Leon X encarga a Miguel Ángel Buonarroti diseñar la llamada Sacristía Nueva que seria una capilla funeraria para cuatro miembros de la familia Médici , anteriormente había trabajado en el Mausoleo de Julio II Della Rovere. En 1505 cuando este asume como papa encarga a Miguel Ángel la construcción de su sepulcro cuya ejecución se prolongaría por casi cuarenta años, Julio II deseaba que su mausoleo representara la idea de la Iglesia Universal así como también una exaltación a su persona, el diseño consistirá en un mausoleo libre por sus cuatro lados ubicado en el coro de la Basílica de San Pedro. La primera suspensión del trabajo fue debido a cuestiones financieras entre JulioII y Miguel Ángel que había estado ocho meses en Carrara eligiendo los mármoles para la edificación, y posteriormente reconciliados recibirá el encargo de la Capilla Sixtina y solo posteriormente al fallecimiento de Julio II en 1513 retomará el proyecto para el que efectuará las esculturas que actualmente se encuentran en el Museo de Louvre llamados los Esclavos realizados dentro del segundo proyecto en 1513 y el Moisés que esta actualmente en el mausoleo, el proyecto realizado fue más sencillo que la idea proyectada como primera, ubicando a Moisés en el centro del orden inferior de la tumba y a sus lados Lía y Raquel, las esposas de Jacob que representarían la vida activa y la contemplativa respectivamente. La Sacristía Nueva fue encargada por León X en 1519- 1520 o Capilla Medicea ubicada en la Basílica de San Lorenzo en la ciudad de Florencia, simétrica a la Sacristía Vieja realizada por Brunelleschi hacia 1420. La planta mantendría las dimensiones del modelo correspondiente al siglo XV, y los materiales y pilares corintios del nivel inferior pero Miguel Ángel implantaría un orden colosal en las cuatro paredes de la sacristía. También diseña un nivel intermedio con ventanas aumentando la luminosidad. El espacio de la Capilla es encerrado entre las paredes que funcionan como limite con un importante armazón de ménsulas y pilastras constituidas de piedra arenisca. a la cúpula de inspiración en la Antigüedad, la ubica sobre cuatro penachos diferentes a los de Brunelleschi. En lugar de una cúpula en espina de pez utiliza otra como la del Panteón y desplaza las tumbas uniéndolas a la pared , nos encontramos con dos tumbas de pared cuya estructura se halla dividida por pilastras idénticas que destacan la idea de Miguel Ángel de los nichos en edículo. Los sarcófagos ubicados en la parte inferior poseen una tapa empinada con volutas sobre las que se ubican alegorías en forma de estatuas acostadas alargadas de las fases del día :el Día , la Noche, la Aurora y el Crepúsculo y por arriba de estas en el nicho ubicado centralmente se hallan las esculturas de Lorenzo de Médicis duque de Urbino en actitud pensante y de Giuliano de Nemours , su actitud y expresión hace pensar en una gran determinación y una vida más activa, ambos poseen armaduras de porte clásico. Se aleja así de las ideas tradicionales en el decorado de los sarcófagos manifestando tal vez un temprano manierismo -anticlásico-, que negaría las ideas del renacimiento Clásico dado que aquí las formas clásicas son sacadas de cuadro para obtener una nueva interpretación. Otro de los trabajos mas famosos de Miguel Ángel es el realizado en la llamada Biblioteca Laurenziana encargada por el papa Clemente VII que deseaba la construcción de una biblioteca en Florencia, el encargo le fue conferido a Miguel Ángel en 1524 que efectúa una única sala alargada, precedida por un vestíbulo. Para no tocar los muros anteriores utiliza un sistema de contrafuertes a los que pertenecen interiormente en la sala pilastras pesadas, hechas de piedra arenisca que la dividirán a lo largo. Las pilastras contienen ventanas. El vestíbulo de la Bilblioteca Laurenziana se sitúa a un nivel inferior que estaría definido por columnas dobles encerradas o incluidas dentro de la superficie de los muros. Para armonizar el desnivel entre la Sala de Lectura y el Vestíbulo o Recepción se utiliza una escalera proyectada por Miguel Ángel pero que será realizada por Ammannati en 1559. La concepción matemática del espacio se basa en un presupuesto fundante de la ciencia moderna: la idea de que la naturaleza es una máquina y que para obtener rendimiento de ella hay que conocer su funcionamiento. Por ser una máquina su comportamiento es presidido por regularidades y es predecible si se conocen las leyes internas que la rigen, las mismas se expresan a través de las matemáticas y permiten un conocimiento preciso del mundo. El modelo mecanicista reduce la realidad a elementos que pueden ser cuantificados, medidos. Los conceptos de la física aristotélica como “sustancia”,”esencia”, “cualidad” o “fin” dejan paso a términos como “velocidad”, “aceleración” o “fuerza”. El método experimental basado en la observación y el estudio de la naturaleza permitió a Galileo Galilei (1564-1642) explicar “el libro abierto de la naturaleza” . Este descubrimiento de la objetividad de la naturaleza contraste con el descubrimiento de la subjetividad humana y la exaltación de la razón como esencia humana, subjetividad y objetividad transforman la visión del mundo en tanto ponen en crisis la pretendida unidad del medioevo.

domingo, 10 de agosto de 2008

TEORICO XIII-Oculocentrismo: comienzos de la Modernidad



Hacia fines de la Edad Media, en Italia, surge un creciente interés por representar el espacio de una manera coherente y unificada. Los artistas de este período realizan grandes esfuerzos por trasladar elementos tridimensionales, como arquitecturas y mobiliario, al plano bidimensional de la pintura.
Más tarde esta época fue considerada como “un renacimiento del arte”:
• S.XV Lorenzo Ghiberti usa el término “Renascere” como regreso a los valores formales y espirituales de la Antigüedad Clásica
• S.XVI Giorgio Vasari habla de “rinascita” en tanto recuperación de modelos de
Antigüedad Clásica
• S. XIX Jules Michelet y Jacob Burckhardt: generalizan el concepto para referirse al periodo de la civilización occidental iniciado con el renacer italiano.

Esto nos habla de una conciencia histórica emergente en el Siglo XIV que se desarrollo en las ciudades italianas donde la economía mercantil promovía la libre competencia y fortaleció una clase burguesa dedicada al comercio. Esta autoconciencia de cambio ya es índice de la Modernidad.
Pensar la Modernidad es considerar que se está viviendo una época diferente, la palabra “Moderno” proviene de una mezcla entre “hoy” y “modo” ( hodiernus y modus en latín ). El problema de la modernidad tiene que ver justamente con su esencial carácter cambiante e innovador. Su presencia en lo no-presente, o más bien, su establecimiento en el futuro inmediato -más allá de las discusiones acerca de su utopismo- colocan a la modernidad en la posición de "siempre cambiando", de "siempre yéndose" o de "nunca anclándose". Aquello que consideramos establecido en tanto ordenamiento del presente (presente en sus dos sentidos: temporal y espacial, el presente como hoy y el presente como "lo que está a mis ojos"), nunca puede resultar satisfactorio en virtud de la prioridad y ansiedad innovadora Si llamamos a lo establecido con el concepto de tradición, dando a pie a su origen etimológico como "lo transmitido"; lo moderno, en principio, se vuelve antitradicionalista y promueve el ejercicio permanente de la búsqueda de ruptura con lo que hay.
Ese cambio implicó una transformación en la concepción de la cultura respecto al Medioevo en el que el fundamento era la religión, la cultura comienza un proceso de autonomización que implicó su emancipación y subordinación a la idea de belleza.




La burguesía adopta el ideal estético cortesano que consideraba al arte una expresión del espíritu humano y por lo tanto sólo puede ser cultivado por quienes poseen conocimientos. Se vuelve a una concepción del arte no funcional como objeto dotado de su propio valor. Este proceso de secularización cultural implicó que los valores religiosos del arte fueran desplazados a un segundo plano. La representación simbólica se transforma con:
-Representación verosimil de la Naturaleza: utilización de la perspectiva geométrica o lineal (la pirámide visual). Plasmación del espacio tridimensional y ruptura del carácter plano de la pintura.
- Representación naturalista (realista), aunque idealizada, de la realidad. Naturalismo idealizado.
-• Representación de los volúmenes a través del modulado de las figuras (el color como recurso)
- Representación de la introspección psicológica en los personajes. Individualización de los mismos (importancia del retrato).
- Inspiración en la Antigüedad clásica. Plasmación de lo que se consideraba el ideal de Belleza clásico.
- Armonía compositiva: composiciones normalmente cerradas y de disposición triangular, buscando la armonía y el equilibrio.
- Utilización de una luz diáfana y repartida de forma homogénea en la obra (luz cenital).
- Colores armoniosos, sin estridencias, buscando la complementariedad cromática.
- Temática variada: religiosa o alegórica. Inspiración en los mitos de la Antigüedad, pero desde una interpretación cristiana de raiz neoplatónica.
- Las técnicas y los soportes también ofrecen gran variedad: fresco, temple, óleo,; tanto sobre soportes fijos (muros) como portátiles (tablas, lienzos).

La perspectiva renacentista es un sistema matemático que permite proyectar un objeto de tres dimensiones sobre un espacio de dos dimensiones (v.g.: un plano). Fue ideado por Brunelleschi cuando diseñó la cúpula de Santa María dei Fiori en Florencia, y fue puesta a punto y estudiada profundamente por Alberti, Massaccio y Piero Della Francesca, entre otros.
La perspectiva permite unificar la totalidad del espacio pictórico haciendo que todas las lineas horizontales de la arquitectura fuguen hacia un único punto de fuga común. Este punto de fuga está dentro del cuadro. Por lo tanto la mirada del observador queda retenida, en todo momento, dentro de sus límites. En la pintura gótica, las líneas de fuga conducen la mirada del espectador hacia fuera de los límites del cuadro. La perspectiva renacentista, por el contrario, conduce la mirada del espectador hacia el interior de la pintura. Un único punto de vista centrado en el observador.
Por último, la perspectiva instala, dentro del cuadro, un sistema al cual referir todas las medidas y todas las distancias. De esta manera todos los tamaños se ajustan a una única escala, desapareciendo toda desproporción o incoherencia entre los tamaños.

La perspectiva hace del ojo el centro del mundo visible. El mundo visible está ordenado en función del espectador, del mismo modo que en el Medioevo se pensó que el universo estaba ordenado en función de Dios. El campo perceptivo que quedó así constituido fue visual y cuantitativo.

Para Martin Jay la técnica de la perspectiva renacentista italiana se vincula con la función narrativa frente al arte nórdico que dio privilegio a lo descriptivo. El punto de vista da lugar a la perspectiva que se consolida con la filosofía de Descartes.

El número como era para los pitagóricos, en la Antigua Grecia, se vuelve artífice de la armonía. El concepto de “homo Quadratus” del arquitecto romano Vitruvio (S. I. A.C.) representa la idea de que el cuatro es el número del hombre, la figura con las piernas extendidas y los brazos puede ser abarcada por un cuadrado ideal; Leonardo da Vinci, también analiza las proporciones del cuerpo.

La estética del Renacimiento pone en el centro de la escena al hombre: l’uomo singolare. Algunos individuos encarnaron, además al uomo universale, el genio universal. Leonardo da Vinci (1452-1519) encarna este ideal, su interés en todo tipo de saber lo lleva a la defensa de la experimentación, investigación y el estudio. Para él, no hay tanta diferencia entre un artista y el Creador, la pintura es “pariente de Dios”. Al señalar la espiritualidad del arte, da un paso crucial para la fundamentación de la autonomía. Esta idea se basa en el presupuesto de que el arte tiene su propia verdad artística y por lo tanto puede interpretar libremente la realidad. Estas ideas legan a través del filosofo Marsilio Ficino (1433-1499) quien, por influencia de los textos de Platón, vincula al arte con la creación, valorando los aspectos espirituales de la estética. Emerge la concepción de “Bellas artes” (pintura, escultura, danza, música y poesía) que luego se consolida con la Ilustración .

El desnudo
El cuerpo desnudo ya no es indecoroso pero, aún no es cuerpo real- humano en la representación plástica. Esta operación de mostrar bajo un ropaje simbólico se denominó “puritas”, como se observa en el cuadro de Sandro Botticelli El Nacimiento de Venus (1496) donde vemos una mujer desnuda en la época que el célebre defensor de la religión Savonarola realizaba sus prédicas en Florencia contra la lujuria e inmoralidad de los textos de Petrarca y Boccacio (invitaba a quemarlos en “hogueras de vanidad). Sin embarga la Venus puritas no es licenciosa sino “figural” (término usado por DiDi- Huberman ) porque disimula la sexualidad que aún era considerada como horrorosa tras el pudor (tapa con sus manos su sexo). La desnudez “culpable” no entra en la escena pública y es un umbral de lo que se puede representar. Se pueden ver desnudos pero no la desnudez.