sábado, 8 de noviembre de 2008

TEORICO XXI- Vanguardias historicas: ruptura de las tradiciones








“El sentido revolucionario de las escuelas o tendencias contemporáneas no está en la creación de una técnica nueva. No está tampoco en la traducción de la técnica vieja. Está en el repudio, en el desahucio, en la befa del absoluto burgués.””
José Carlos Mariátegui (1926)


El epígrafe proviene de un artículo de 1926 que llevaba, significativamente, por título “Arte, Revolución y Decadencia” y en él Mariátegui, no hacía más que interrogarse sobre el status de la obra de arte vanguardista. Con una sensibilidad poco común para pensar la obra de arte bajo la escurridiza categoría de lo nuevo, la suya fue una auténtica operación crítica avant-la-lettre puesto que lograba situar los efectos políticos del arte en un campo constante de tensiones.. El fundador de la revista Amauta supo leer los signos de la época y, en consecuencia, diagnosticar el carácter rebelde e iconoclasta de la voluntad vanguardista por articular una ruptura contra el arte conforme se había institucionalizado en la sociedad burguesa crecida en el seno de la economía capitalista. “Repudio”, “desahucio” y “befa” son atributos demasiado categóricos que no dan lugar a dudas con respecto al modo como el arte debía posicionarse políticamente en el horizonte de la sociedad burguesa. Lo que Mariátegui impugna con tanta fuerza no se circunscribe sólo a la dimensión nacional específica sino que es la expresión de una experiencia más universal y ecuménica que, acorde a las inflexiones del capitalismo mundial, amalgamaba un sentimiento generalizado de repulsa por parte de los intelectuales de aquello que el peruano denomina “el absoluto burgués”, esto es, el conjunto de sus esferas constitutivas: las costumbres, la moral, el modus vivendi, las ideologías, la manera de concebir el mundo. La radicalidad que acometen las vanguardias es, fundamentalmente, antiburguesa.
Se trata de una radicalidad extrema que el discurso crítico ha tratado de analizar mediante una constelación de atributos bastante reconocibles pero difíciles de situar en relación estricta con sus diversos entornos: así las vanguardias se vuelven rebeldes, iconoclastas, inconformistas, intransigentes, polemizadoras, disolutivas, provocadoras. ¿Pero acaso el romanticismo primero y el simbolismo después no habían sido también movimientos antiburgueses y llevado a cabo asimismo importantes rupturas con la tradición? La situación histórica que viven los movimientos de vanguardia es el factor determinante: a principios del siglo XX han quedado disueltas en Europa las expectativas de la revolución de 1848, las que serán mortalmente heridas más tarde durante los episodios de la Comuna de 1871. El crítico italiano Mario De Micheli sostiene en su libro Las vanguardias artísticas del siglo XX (1966: 18-26) que el origen de las vanguardias se encuentra en la disolución de “la unidad histórica, política y cultural de las fuerzas burguesas y populares en torno a 1848”. En el seno de este período conocido como “la época del imperialismo” tiene lugar no sólo el afianzamiento del capitalismo sino también la revolución proletaria, una oposición que albergaba en su seno la tensión entre democracia y antidemocracia. Lo que demuestra la lucha de clases del proletariado en la segunda mitad del siglo XIX es, de hecho, el carácter insuficientemente democrático de la democracia burguesa, pues la Comuna de París (1870) fue la última ocasión en la que artistas e intelectuales participaron directamente en las luchas políticas. En el plano histórico, esta derrota significó la discordia entre los artistas e intelectuales y su propia clase, una dolorosa experiencia que, como apunta De Micheli, hará precipitar la crisis de tal modo que sus consecuencias se extenderán hasta la actualidad afectando los problemas de la cultura y el arte. En consecuencia, el carácter antiburgués que asumirán las vanguardias artísticas se debe a un airado repudio –como describía Mariátegui– de las obras y las instituciones surgidas de la burguesía del siglo XIX. Los nuevos principios propulsores no irrumpen de repente entre las filas vanguardistas; los nuevos brotes artísticos no hubieran florecido sin la savia existente de las tradiciones, aun cuando ideológicamente se postule en el contexto europeo la ilusión de una tabula rasa absoluta contra aquéllas.
En el marco de indiscutibles discontinuidades producidas por la crisis histórico-cultural de principios del siglo XX y materializadas por la noción de “ruptura”, el crítico inglés Raymond Williams observa un fuerte lazo entre las vanguardias y el teatro naturalista de las últimas décadas del siglo XIX, representado fundamentalmente por Ibsen, Strindberg y Chejov, y propone que el principio antiburgués de la vanguardia puede rastrearse en las prácticas de estos dramaturgos, al tratarse de obras que giraban alrededor de furiosas críticas sociales y que se oponían, por tanto, a la individualista y atemporal concepción decimonónica del drama burgués: ahora una potente acción crítica se lanzaba violentamente contra las normas estatuidas de la sociedad burguesa y el drama se volvía bajo y sucio en el lenguaje, profundamente disidente en la visión inconformista y reacia a cualquier tipo de autocomplacencia, y más real que nunca en la construcción de una escenografía comprometida con los ambientes reales de la vida corriente. El carácter del teatro naturalista no es ciertamente el de la ruptura pero sí el de su paso previo, el de la intensificación o radicalización de los factores burgueses analizados por Raymond Williams (1997: 112). El humanismo del teatro naturalista se basaba precisamente en que la naturaleza humana, en términos de Williams, no era “invariable y eterna sino social y culturalmente específica” (1997: 113). Y es esta especificidad anclada en el aquí y ahora lo que abona el terreno de la ruptura vanguardista en su rechazo de la concepción burguesa del arte, cuya autonomía es puesta en entredicho con el fin de reinsertar el arte en la vida social. De hecho, la ruptura que la vanguardia propiciaba consistía en eliminar la separación del arte de lo real. Restaurar ese continuum entre ambos órdenes implicó su dimensión utópica y, para muchos críticos –entre ellos Peter Bürger–, también su fracaso. Lo singular del enfoque de Raymond Williams reside en el señalamiento de la continuidad de las vanguardias con ciertas zonas de la Modernidad, aunque no para restar intransigencia y radicalismo, sino para establecer sus vinculaciones con aquélla..
Los criterios historiográficos esgrimidos para una periodización de las vanguardias históricas presentan ciertas oscilaciones relativas al entorno específico que rodea el determinado campo cultural en el que irrumpen y se desarrollan, ya que los dos núcleos más relevantes de la doxa crítica se basan precisamente en el modo como determinan su propia historicidad: de un lado, el carácter simultáneo de su inherente internacionalismo en tanto proceso que tiene lugar en varios centros a la vez (en varias ciudades: Europa y EEUU con el dadaísmo, los ultraísmos en España y Buenos Aires, para sólo dar dos ejemplos) y, del otro, la extensión cronológica que queda así comprendida desde los primeros años del siglo XX (apud 1905 con las primeras manifestaciones “fauvistas” y expresionistas), atravesando las segunda y tercera décadas (el cubismo aparece en 1907, el futurismo en 1909, el dadaísmo en 1913, el imagismo en 1914, el creacionismo en 1914 o 1916, el ultraísmo en 1919 y el surrealismo en 1924) y, según ciertos enfoques, casi también toda la cuarta, en un radio de amplitud que engloba en su interior nada menos que el acontecimiento más determinante del siglo como la Primera Guerra Mundial, la auténtica bisagra para muchos historiadores entre el siglo XIX y el XX, y que comienza a tener su declinación hacia 1930 a partir de la grave crisis económica que se había desatado con la caída de la bolsa de Wall-Street.
Las vanguardias son artísticas porque implosionan en todas las esferas del mundo del arte, esto es, desde la poesía, la narrativa, el teatro, la pintura, la escultura, la danza, la arquitectura hasta el cine. Incluso es posible pensar no solamente en los vínculos que se tejen entre estas expresiones artísticas y el trabajo estético que implica la traductibilidad de sus diversas naturalezas sino también en la influencia que las vanguardias propiciaron en ámbitos que no estaban estrictamente comprendidos bajo el dominio del arte: la Opoiaz, la reconocida Sociedad para el Estudio del Lenguaje Poético, dentro de la cual, como sabemos, se desarrollaron las elaboraciones teóricas del Formalismo ruso, se volvería un acontecimiento desde cierta perspectiva impensable sin el permanente contacto con las prácticas artísticas de la vanguardia soviética, un contacto que asume múltiples actitudes y entre ellas la polémica, como la que mantiene Viktor Shklovski con los futuristas rusos
El fenómeno de las vanguardias artísticas tiene cabida dentro del proceso de la Modernidad tal como ésta se va conformando en el horizonte revolucionario desde la esfera política (Revolución Francesa) a la industrial (“revolución inglesa”) a fines del siglo XVIII, pasando a la esfera cultural a lo largo del siglo XIX. En el debate que surge a partir de 1960 alrededor de la Post-Modernidad, se suscitaron algunas controversias significativas que no se circunscriben exclusivamente al mero trazado de los límites cronológicos entre una y otra sino también al hecho de que, como efecto secundario de tales cuestionamientos, las vanguardias serán nuevamente revisadas en cuanto al sitio que les corresponde ocupar en la historia de la cultura de los comienzos del siglo XX y, desde esta reformulación, aquéllas devienen ahora “históricas” a fin de diferenciarse de las distintas reemergencias que fueron llamadas “neovanguardias” o, para inaugurar la incipiente moda de los post –la cual hará mucha historia en lo que resta del siglo–, posvanguardias). Por lo tanto, bajo la perspectiva del debate entre Modernidad y Post-Modernidad, las vanguardias históricas se vieron otra vez sometidas a una recolocación, no para discutir su importancia ya que se trata de un acontecimiento crucial en la historiografía de la cultura y el arte del siglo XX
El salto que dieron fue, sin lugar a dudas, hacia adelante y no hacia atrás: un salto alimentado del vertiginoso y aun así renovable afán por estar siempre en una posición avant-la-lettre, una posición ávida de una temporalidad futurible y, por ello mismo, utópica, un querer estar siempre en una posición adelantada
Constatamos, entonces, que la alianza de las vanguardias con la Modernidad es más estrecha de lo que muchos críticos estarían dispuestos a admitir. La noción de futuridad de las vanguardias históricas , no debe ser reducida únicamente a la versión de la futuridad futurista de Marinetti por más que el término avantgarde diagrame una doble significación en la que el acto de avanzar responde por un lado a una posición progresista, revolucionaria, liberadora, y por el otro arrastre consigo la rémora ideológica de una etimología demasiado apegada a las estrategias militares. Si el avant se orienta tanto al espacio como al tiempo y se propone como una posición de avanzada –o, ironía mediante, de mera avanzadilla–, la oscilación semántica del segundo lexema del término garde, al menos en tres de las lenguas románicas al uso, esto es, entre “garder/regarder” del francés, el “guardare” del italiano y los sentidos del español “guardia” con todas sus connotaciones militares, panópticas y jurídicas, define la carga semántica de la metáfora militar por antonomasia apelando a un grupo de adelantados que son (que quieren ser a toda costa) los primeros en contactarse con los enemigos. Entre muchas otras significaciones, la metáfora militar, cuyo uso apareció primero en el campo de lo literario que en el de lo político, remite a un choque de fuerzas encontradas, esto es, la guerra. A la luz de este planteo, y a través del análisis del pólemos como acto beligerante y, al mismo tiempo, como acto discursivo, es necesario pensar la función de los manifiestos vanguardistas como textos performativos que, aun cuando exhorten y ordenen determinadas premisas, no se verán totalmente obedecidos por las obras concretas de los artistas. El hecho de que las vanguardias aludan a la guerra como una instancia figurada en la que se juegan el todo por el todo y se exponen al riesgo absoluto, ello no significa que sea sólo una metáfora: después de todo se trata de un movimiento y de un conjunto de “ismos” con sus fuerzas distribuidas en primera línea que se posicionan en el extremo contrario de la última línea (¿en qué se diferencian las vanguardias de las retaguardias en el campo de batalla del arte?) y que están en relación directa con la Primera Guerra Mundial. Si como movimiento se inicia antes del gran estallido histórico, las vanguardias históricas mantienen con la Guerra una relación que no es solamente referencial, constatable en los contenidos y en las intenciones, sino también en el juego permanente de remisiones a la esfera de una experiencia humana (o deshumana o inhumana) tal como es posible leer, por ejemplo, en el motivo lírico de la solidaridad de la poesía expresionista como la otra cara del horror de la muerte en las trincheras, o en la obsesiva tendencia hacia la destrucción que los dadaístas buscaban aplicar a diversas dimensiones del poema y el relato.
Más allá de si pertenecía enteramente al horizonte de la Modernidad o de si, desligándose de ella, entraba a formar parte pionera de la Post-Modernidad, el debate adjudicaba a las vanguardias históricas el significativo rol de cancelar y reabrir al mismo tiempo nada menos que dos momentos de la historia cultural occidental y llegaban a encarnar el momento decisivo de la historia del arte moderno al atentar contra el estatuto de la obra de arte tal como había sido concebida dentro de la sociedad burguesa. Esta es la hipótesis del crítico alemán Peter Bürger en su influyente Teoría de la vanguardia aparecido en 1974, un libro que debe situarse en el marco de una teorización del cambio histórico de la función del arte que no había sido desarrollada ni por Theodor Adorno ni por Georg Lukács, aun cuando se ocuparon del fenómeno de las vanguardias artísticas.
El núcleo de la teoría de Peter Bürger reside en el hecho de que las vanguardias históricas buscan volver a insertarse en la praxis vital: de un lado, atacan el status autonómo de la obra de arte de la sociedad burguesa; del otro, este ataque hace visible que la autonomía del arte es la condición de posibilidad para la emergencia de las vanguardias artísticas. La compleja noción del “arte como institución” ha consistido en que la obra de arte llegó a ser un fin en sí mismo (noción histórica) y a brindar un placer desinteresado al receptor (un efecto estético). Es necesario tener en cuenta, para comprender esta teoría, que el concepto de autonomía del arte no implica en absoluto su desconexión de la sociedad puesto que la separación del arte respecto de ella es lisa y llanamente un producto histórico-social. Ahora bien, si el ataque a la categoría de obra de arte representa el punto central de la teoría de Bürger acerca de las vanguardias históricas, cabría hacer una aclaración: el ataque no estuvo dirigido a la categoría de obra de arte en sí, sino a la categoría de obra de arte orgánica o clásica, tal como hubo de desarrollarse en la historia del arte. Aun a pesar de la violenta ruptura que las vanguardias históricas habían logrado implementar, el ataque a la autonomía del arte burgués no logró destruir el status de la obra de arte lo cual es una prueba contundente de su resistencia, además de la aporía en la que, para algunos, había incurrido irremediablemente. La conclusión de Bürger es que la obra de arte vanguardista, a la que denomina “inorgánica”, fracasó en su intento por reconciliar el arte a la praxis vital, es decir, en su afán por lograr la superación de la institución-arte. Sin embargo, el sentido de este fracaso no debería ser entendido en términos que ignoren el importante rol que las vanguardias cumplieron en un momento crucial de la historia del arte, un rol en absoluto superfluo: se trata de una radicalidad tal que impuso un parámetro en el status de la obra de arte que se volvió fundamental para la ulterior historia del arte. Las dos vanguardias, a las que tantos críticos hacen mención, encarnan la tensión entre vanguardia estética y vanguardia política, una tensión que reorganizó una nueva praxis vital para el arte diferente de la ya estatuida según las normas del esteticismo decimonónico. El tan mencionado carácter “revolucionario” de sus proposiciones fue haber puesto en crisis y en entredicho la *obra de arte orgánica o aurática (en términos de Peter Bürger o Hans Robert Jauss), aun cuando, como sabemos, haya sobrevivido con tanta resistencia. La ruptura se materializa así quedando estampada como un sello indeleble incluso en obras posteriores que reniegan del principio vanguardista, el cual ya no puede ser ignorado. La ruptura no coincide totalmente con el campo del experimentalismo sino con un conjunto de actitudes y manifiestos que tienen en común como gesto una posición adelantada y, al mismo tiempo, una posición intransigente con respecto a la tradición consagrada por la sociedad burguesa, desde el momento en que articula el repudio prácticamente de todas las esferas que constituyen esa tradición: la religiosa, la cultural, la institucional, la jurídica, la lingüística y dentro de la esfera estética los diversos niveles desde los técnicos, temáticos e ideológicos hasta los puramente formales. Estas diversas actitudes de rechazo están dirigidas a la impugnación de todo lo existente a través de la dinámica categoría de “lo nuevo”, cuyo peligro más plausible, como advierte Theodor Adorno en su Teoría estética, es concebirla fuera de la historicidad que necesariamente se infunde y trasfunde al plano de las formas. Una vez más constatamos que se trata de la utopía vanguardista que brega por restituir la no-alienación como una posibilidad reparadora de lo humano. En este aspecto resulta muy esclarecedor el planteo de Jauss al interpretar la ruptura vanguardista como el pasaje de la obra aurática a la obra post-aurática, percibido como una ganancia desde el momento en que promovía la expansión a otras territorialidades que estaban tradicionalmente fuera del campo estrictamente artístico. Hay que comprender que una obra de arte vanguardista ya sea “inorgánica” (la definición de Bürger, sin dejar de lado los efectos de shock en la recepción, apunta a una iconoclasta estructura compositiva que desplaza la tradicional totalidad hacia la fragmentación) o ya sea post-aurática (la definición de Jauss hace hincapié en el abandono por parte del receptor de la pasiva contemplación en aras de una activa participación en la obra) se toma a sí misma no como un objeto artificial (fingido) sino como un objeto real (no simulado) que irrumpe con la fuerza de la experiencia del aquí y ahora, orientada en su singularidad estética a que el lector se interrogue acerca de la necesidad de anular la separación entre lo estético y lo real. El *poema-conversación en el terreno de la poesía y al *fluir de la conciencia en el de la narrativa encarnan el modo como las vanguardias socavan la categoría de representación propia de las estéticas del realismo histórico.
El así llamado *poema-conversación de Apollinaire como “Lundi rue Christine” ya no remite a un objeto artificial traspuesto al poema bajo la ilusión referencial del “como si”, sino a una conversación, aunque fragmentada, de la realidad que el lector reconstruirá si bien de manera parcial a partir de aquellos elementos dóciles a su percepción. Es evidente en este tipo de poema la conexión con la técnica del collage utilizada por cubistas, dadaístas y surrealistas, consistente en la inserción de materiales tangibles y concretos en el espacio específico de una obra de arte. Así, el collage es un modo de innovar sobre los principios de la composición mediante el efecto impactante y sorprendente que provoca la presencia del *objet-trouvé. El encuentro con el objeto y su ulterior incorporación al cuadro o al poema propician un contundente viraje en el estatuto de la obra de arte: la asociación o ensamblaje entre dos órdenes materiales que son distintos entre sí, en el sentido de extraños o ajenos entre sí, provoca un encuentro imprevisible (recordemos el importante rol que cumple el azar entre los dadaístas y surrealistas) y consuma de ese modo una percepción estética que torna ineficaz la transcripción imitativa de la realidad, instalando así un objeto concreto, palpable, inmediato en el sentido de que su presencia ya no está delegada, no está en representación sino que es precisamente eso: una presencia prosaica del orden de lo real, extraña a los materiales propios de la obra tal como ha ido aquilatándose en la tradición lírica y, al mismo tiempo, capaz de familiarizarse con los materiales heterogéneos y de integrarlos al espacio estético, ensamblándolos de un modo inusitado pero perfectamente posible. En esta línea del collage, el artista dadá Kart Schwitters inventó el arte Merz: una conjunción de objetos heterogéneos que, hallados durante el día a través de largas travesías por la ciudad (sobre todo por los alrededores de las fábricas), eran sometidos a una combinación en la que el artista intentaba descubrir qué relaciones comenzaban a establecerse entre ellos. Descubrir esa relación era el meollo del arte Merz, término que provenía de la palabra alemana Kommerz y que, como tal, implicaba una acerba crítica a la concepción del arte como mercancía. La amputación de la palabra Kommerz no significaba otra cosa que la apuesta contracapitalista consistente en recuperar los objetos desechados por las fábricas: el arte Merz no comercia, no se mercantiliza, no quiere entrar en el régimen utilitarista del mercado.
El otro ejemplo es el “fluir de la conciencia” tan usado en la ficción narrativa por James Joyce o Virginia Woolf en los emblemáticamente citados monólogos de Molly Bloom en el Ulises (1922) del primero o en el de Mrs. Dalloway en la novela homónima (1925) de la segunda. En verdad, como plantea claramente el crítico R. Humphrey en su libro (1954), el fluir de la conciencia no es rigurosamente una técnica sino una indagación, una visión interiorizada de los personajes para cuya realización efectiva el narrador necesita utilizar determinadas técnicas como el monólogo interior (que erróneamente se lo suele usar como sinónimo del fluir de la conciencia), el soliloquio y la descripción omnisciente.
Visto desde el surrealismo, el realismo parece devenir superficial y exteriorista: en un texto como “Una ola de sueños” de Louis Aragon, que para muchos es el verdadero primer manifiesto surrealista –y no el de André Bretón–, la definición de “lo surreal” apela a una dimensión superadora de lo real y de lo irreal, es decir, a “un orden más general, donde esos dos órdenes se aproximan” (1924) y hace aflorar todo aquello que se vincula con el sueño, la poesía, la magia, las religiones, la locura, ese mundo que equidista o, mejor, como dice el texto, “se aproxima” a un polo y al otro y permanece allí en ese interregno común a uno y otro, y que deviene, entonces, trascendental.
Si bien todos estos narradores del fluir de la conciencia se encontraban familiarizados con la teorías psicoanalíticas y *gestálticas, con el *bergsonismo y las filosofías personalistas y existencialistas e incluso con las vertientes simbolistas y místicas de fin de siglo, esto es, familiarizados con todas las teorías insertas en el marco de un paradigma filosófico no-positivista y post-behaviorista, es imprescindible discernir la diferencia que se establece con respecto a los narradores realistas y naturalistas del siglo XIX. Para decirlo de una vez: el método naturalista por el cual se describe la vida con exactitud, no es desechado en absoluto, sólo que ahora se lo pone al servicio de esa territorialidad ignota de la vida interior de la psiquis humana. Este enfoque es psicológico pero no menos filosófico: ahora emerge una gnoseología derivada del trabajo mental y espiritual del hombre, de un haz de sentidos que es posible reunir mediante la interpretación de elementos de la vida psíquica a partir de asociaciones, de imágenes, de símbolos. De este modo, el auténtico protagonista no es otro que la conciencia, su enigmática interioridad, aun si como posibilidad narrativa no se deja de lado la descripción de las condiciones materiales de la existencia, que el realismo como sabemos procuraba objetivar.
Sólo desde las vanguardias históricas ha sido posible la denominación y constitución del realismo histórico del siglo XIX . Desde la consumación de la categoría de ruptura, vale decir, el trabajo contra la institución-arte, el concepto de realismo estético sólo puede utilizarse de manera dialéctica, en la medida en que sus reemergencias en el largo período post-vanguardista no puede sino confrontarse con la radicalidad técnica nutrida del rechazo del arte como institución y, en su naturaleza fatal, deviene así neorrealismo, realismo mágico, hiperrrealismo, realismo minimalista, realismo heavy, realismo crítico. Ya un poeta en el umbral de la modernidad como Baudelaire había escrito que todo poeta que se preciara de tal es siempre realista. Como analiza Jauss, a la frase hay que entenderla como la gran ironía que abre el camino a las vanguardias del siglo XX, pues se trata de captar no lo real atemporal y eterno sino “la nueva realidad” y hacer su transferencia al poema, a la narración o al teatro. Pero “esa nueva realidad” que aparece como expansión temática inédita y que conforma de modo obsesivo la lábil categoría de “lo nuevo” es la causa eficiente de todas las búsquedas vanguardistas: el poema-conversación de Apollinaire, el poema-robe de Vicente Huidobro, el poema-montaje amimético de César Vallejo, el teatro del cuerpo de Antonin Artaud que omite el lenguaje verbal, el poema-prismático o poema-partitura de Mallarmé o todas las maneras que adopta el fluir de la conciencia en la narrativa de principios del siglo XX.

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